Su piel me supo a frutilla...

Su piel me supo a frutilla, y no me pareció raro, su personalidad sí daba como para ello. La conocí de manera por demás particular. Desde hace cuatro años yo usaba el mismo columpio azul del centro del trío, hacia la esquina noreste del parque.

Durante cuatro años el mismo asiento azul con cadenas ligeramente oxidadas; pero ese día ella estaba allí, ocupando mi lugar. Los columpios a la derecha y a la izquierda no estaban ocupados, el de la derecha verde y el de la izquierda amarillo, se ofrecían hospitalarios, habían sido recientemente re-pintados y tentaban a subir y volar. Pero no, sería una traición, un ultraje, un resquebrajamiento de todo esquema, orden o certeza en mi vida.

Cada vez se elevaba más, hay que reconocerlo, qué técnica, el clásico estiramiento de las piernas en ángulo recto al elevarse, el cambio en el balance del peso al llegar hasta el extremo de atrás. En un momento estaba tan alto que se detenía en el extremo perdiéndose entre las hojas de los árboles, acompañada del rechinar de las cadenas y con sus zapatos rojos elevados en el aire, para luego aparecer de nuevo con una presencia cada vez más ligera, más diáfana. Durante cuatro años yo iba entre las cinco y seis de la tarde a mi columpio azul, y resulta que ella también durante varios años usaba su columpio azul, pero entre las siete y las ocho de la noche.

Pero ese día no había podido esperar más, se tenía que alejar de los gritos y las quejas constantes y miradas de soslayo.

Había recién terminado con su novio de tres años en una explosión de verdades, con el que supuestamente se iba a casar, el que le había dicho que iba a tener que dejar su trabajo porque quería comenzar a tener hijos ya. Era lo último, fue lo que la hizo finalmente decidirse a dejarlo, casi casi plantado en el altar. No podría sacrificar su vida por contentar a ese que con diez años más y el beneplácito de los futuros suegros no podía esperar por ponerla a producir como si fuera res de crianza. Luego con nuestras piernas entrecruzadas me dijo que no había manera de que volviera a su casa, peor cuando la insistencia de sus padres en que recapacite habría sido un martillo en sus sienes todos los días.

- Bueno, te puedes quedar acá conmigo, le dije.